Santiago Uribe en una reunión con Fabio Ochoa, uno de los jefes del Cartel de Medellín. |
Iván Márquez
Integrante
del Secretariado de las FARC
Quien lea El clan de los doce apóstoles,
el libro de Olga Behar, no podrá escapar a la certeza de que la Presidencia de
la República de Colombia fue ejercida, durante ocho años, por un paramilitar “pura
sangre”, no por sus caballos, sino por su instinto sanguinario. Álvaro Uribe
Vélez era narco-paramilitar mucho antes de ser presidente. Tuvimos un gánster,
un bandido, en el Palacio de Nariño.
El 25 de octubre de 1997 tuvo lugar una
horrible masacre en El Aro, un pequeño poblado incrustado en la cordillera,
cerca de Ituango (Antioquia). En el instante en que los paramilitares mataban a
la gente y la quemaban viva, mientras violaban a las mujeres e incendiaban el
caserío, 4 helicópteros sobrevolaban el área. Uno de ellos era el de la
gobernación. Allí iba, personalmente, el autor intelectual de la masacre, el
mismo que le había dicho a los paramilitares: “lo que tengan que hacer,
háganlo”; era el gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez.
Durante seis días, 200 paramilitares permanecieron
en El Aro sin que nadie los importunara. 15 ciudadanos quedaron tendidos, sin
vida, en la plaza principal. Mataron a golpes a un paisano y luego le
extrajeron el corazón, forzaron el desplazamiento de los 900 pobladores y se robaron
el ganado de los campesinos. El ejército arreó las reses. ¿Quién atestigua
esto? El jefe paramilitar Salvatore Mancuso y el ejecutor de la masacre,
Francisco Enrique Villalba Hernández. Personalmente el gobernador los felicitó
por la hazaña sangrienta. Unos días antes de la masacre, Álvaro Uribe Vélez, su
hermano Santiago, y el mando de la IV Brigada del ejército, se habían reunido
en una finca de Tarazá, con los cabecillas paramilitares Salvatore Mancuso,
Carlos Castaño, Alias Cobra, Noventa, Júnior y Villalba, para planificar la
cobarde acción. Por este crimen de lesa humanidad fue condenado el Estado, pero
los autores intelectuales continúan su veraneo en los playones imperturbables
de la impunidad.
El 27 de febrero de 1998, por denunciar
la masacre, previa refutación con mucha violencia verbal por parte del
gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, fue acribillado en Medellín Jesús
María Valle, defensor de derechos humanos. Villalba, quien había denunciado el
hecho ante un juez de justicia y paz, cayó asesinado en la puerta de su casa
mientras pagaba pena de prisión domiciliaria. El extraditado Salvatore Mancuso
confesaría más tarde a una comisión del senado colombiano que lo visitaba en
una cárcel de los Estados Unidos, que no se atrevía a denunciar el papel
protagónico de Uribe en el proyecto paramilitar, porque tenía miedo que le
asesinara la familia.
Los Uribe, Álvaro y Santiago, son unos
asesinos desalmados. Para borrar pruebas y testigos, mataron a casi todos los
sicarios del grupo paramilitar “Los Doce Apóstoles” que bajo sus órdenes
empaparon en sangre la tierra de Yarumal, al norte de Antioquia. En un breve
lapso el grupo mató a más de cien campesinos inocentes bajo la falsa acusación
de ser guerrilleros o auxiliadores de estos. El centro de operaciones era la
hacienda La Carolina, de propiedad de los Uribe, ubicada en los llanos de
Cuivá, a 15 kilómetros del municipio de Yarumal. El cabecilla principal del
grupo era el propio Santiago Uribe, hermano del ex presidente. Este trabajaba
en perfecta coordinación con el comando de policía de Yarumal y la base del
ejército de La Marconia. Cuenta el mayor de la policía, Juan Carlos Meneses,
quien se salvó milagrosamente del plomo y la pólvora de los Uribe, que la
hacienda tenía un campo de entrenamiento militar, idéntico a los que utiliza el
ejército. “Mira –le dijo Santiago- aquí es donde entreno a mis muchachos”. En el lugar permanecía un grupo de hombres
fuertemente armado con fusiles AK-47, Galil y AR-15. El jefe paramilitar
(Santiago Uribe) se comunicaba a través de radios con el ejército, la policía y
hacendados, con quienes actuaba en concierto para delinquir.
En una ocasión los paramilitares de La
Carolina asesinaron a un muchacho de la región conocido como Vicente Varela. En
ese entonces era comandante de la policía de Yarumal, el hoy coronel, Pedro
Manuel Benavides. Requerido desde La Carolina, el policial se traslada al lugar
para hacer el levantamiento del cadáver. Allí toma la sorprendente decisión de
amarrarlo al bumper o parachoques de
la Toyota roja de la SIJIN (inteligencia de la policía) y con un letrero
adherido al pecho que decía: “muerto por extorsionista”, recorrió como un loco
las calles de Yarumal, pitando, gozoso y triunfante, mostrándole a los
pobladores, bajo el sol del medio día, su macabro trofeo. Actuaba como
alicorado por la certeza de impunidad. Claro; sabían que los protegía el
gobernador de Antioquia. Santiago Uribe les había asegurado que tenían “muchos
amigos en la Fiscalía y mucho manejo a nivel nacional”. Y de verdad, los
amparaba el Fiscal General, Camilo Osorio, luego su sucesor Mario Iguarán, y
más recientemente, Guillermo Mendoza Diago, todos peleles del paramilitarismo
de Uribe. Por eso se pasearon impunes con la guadaña de la muerte por los
municipios de Valdivia, Angostura, Campamento, Caucasia, Santa Rosa de Osos,
Anorí, dejando a su paso un reguero de muertos. Dos casos más para ilustrar la
barbarie: en una acción conjunta entre paramilitares, ejército y policías,
acribillaron a la familia Quintero Olarte en la Finca La Sirena, donde no
solamente murió el padre de los Quintero y uno de sus hijos, sino que hirieron
a varios niños. Otro crimen indignante fue el asesinato de un joven al que
acusaban de guerrillero y proyectaban ejecutar en el terminal de transportes de
Yarumal. Al percatarse de las intenciones del grupo, el muchacho corrió en
medio de las balas en dirección al puesto policial en busca de protección. Lo
mataron a escasos metros del cuartel, pero los agentes no se movieron de su
sitio cumpliendo el compromiso de no interferir en las acciones del grupo de
“limpieza”. Santiago Uribe les pagaba a los comandantes un millón de pesos
mensuales por su complicidad. Los “Doce Apóstoles” habían montado una sede de
operaciones urbanas en el sótano del comando de policía de Yarumal.
Siempre han pretendido los Uribe, darle
un barniz político al instinto sanguinario y mafioso de la familia, ligándolo
con una insaciable sed de venganza por la muerte de su padre, Alberto Uribe
Sierra, ocurrida en 1982. Los periodistas colombianos Fernando Garavito, autor de El señor de las sombras. Una biografía no
autorizada de Álvaro Uribe, y Fabio Castillo, atribuyen la muerte violenta
del padre de los Uribe a un ajuste de cuentas, a una vendetta del narcotráfico.
No es un secreto que la familia Uribe amasó su fortuna en operaciones de
exportación de cocaína a los Estados Unidos, al lado del cartel de los Ochoa.
En marzo de 1984 las autoridades desmantelaron el complejo cocalero de Tranquilandia
en el Yarí, de propiedad de Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y el clan de
los Ochoa. En dicha operación fueron incautadas 14 toneladas de cocaína y
varias aeronaves, entre ellas el helicóptero Hughes 500, HK2407X, de propiedad
de los Uribe. Cuando Álvaro Uribe Vélez estuvo al frente de la aeronáutica
civil, autorizó la utilización de pistas o aeropuertos clandestinos en la selva,
favoreciendo de esa manera, las operaciones de narcotráfico de sus socios.
El informe de inteligencia elaborado en
septiembre de 1991 por el gobierno de los Estados Unidos -desclasificado por el
Pentágono-, bajo el título “perfil de los narcotraficantes colombianos”, consigna
en su numeral 82 lo siguiente: “Álvaro Uribe Vélez un político colombiano y
senador dedicado a colaborarle al cartel de Medellín en altos niveles
gubernamentales. Uribe fue involucrado con la actividad de narcóticos en los
Estados Unidos. Su papá fue asesinado en Colombia por su conexión con los
traficantes de narcóticos. Uribe ha trabajado para el cartel de Medellín y es
muy cercano a Pablo Escobar Gaviria. Participó en la campaña política de
Escobar”… Ahí está pintada, de cuerpo entero, el alma narco-paramilitar de
Álvaro Uribe Vélez.
Con estos antecedentes no es difícil
comprender por qué Uribe, siendo presidente de la República, ordenó la
operación Orión contra la Comuna 13 de Medellín, en octubre del 2002. En ese
ataque desproporcionado contra la población civil actuaron conjuntamente
ejército, policía y paramilitares a través de los generales Mario Montoya,
Leonardo Gallego y alias Don Berna, respectivamente. El gobierno utilizó
helicópteros Black Hawk artillados que dispararon sus ráfagas contra los
habitantes de las colinas de Medellín. Murieron 1.500 personas. Don Berna ha
confesado desde una cárcel de los Estados Unidos, que muchos de los muertos
fueron sacados subrepticiamente en camiones del Gaula del ejército, vía La
Pintada, donde fueron arrojados a las aguas del río Cauca.
Crímenes de lesa humanidad, como los
denominados eufemísticamente “falsos positivos”, en los que ultimaron a
centenares de jóvenes desempleados para presentarlos en los titulares de la
prensa oficial, como “guerrilleros muertos en combate” y como señal inequívoca
de la eficiencia de la política de seguridad democrática, no podían salir sino
de la perfidia de un asesino compulsivo como Álvaro Uribe Vélez.
Los Uribe son expertos en delinquir sin
dejar rastros. Por eso mandaron a matar a “Pelo de chonta”, a los Pemberthy, a
Pitufo, al relojero, y a muchos otros sicarios de los “Doce Apóstoles”. Cuando
el teniente Víctor Hugo Méndez, subcomandante de la SIJIN en Antioquia, fue
remitido al comando de policía de Yarumal, en cinco días lo asesinaron, por el
hecho de que su valentía y honradez lo habían impulsado a investigar la estela
de sangre de los “Doce Apóstoles” en la jurisdicción de su comando. El caso
tuvo ocurrencia el 6 de noviembre de 1994. Cuando sintieron que los líos
jurídicos que empezaban a enredar al Mayor Meneses podría involucrarlos, los
Uribe influyeron para que lo enviaran a lugares de orden público agitado donde
pudieran presentar su muerte como producto de un ataque de la guerrilla. Por
eso lo enviaron a Segovia, una población resentida con el ejército y la
policía, por su participación con los paramilitares en la masacre del 11 de
noviembre de 1988 que dejó muertos a 43 pobladores y heridos a 40. No pueden,
no deben quedar impunes los autores intelectuales y promotores de los “Doce
Apóstoles”. Álvaro Uribe Vélez, su hermano Santiago, el cura Gonzalo Javier
Palacio que utilizaba el púlpito para lanzar arengas antisubversivas, el
hacendado Álvaro Vásquez, el ganadero Emiro Pérez, Donato Vargas, y otros
notables de Yarumal, deben pagar por sus crímenes.
Pocos días después de la posesión de
Uribe Vélez como presidente de la República, su familia toma la decisión de
vender la hacienda La Carolina, como si ese acto fariseo fuese suficiente para
lavar las manos ensangrentadas y eludir responsabilidades penales. Los Uribe
Vélez no son ningunas vacas sagradas. El peso de la justicia debe caer sobre
ellos.
En Colombia hay muchos compatriotas con
sentimiento de humanidad, como el padre Javier Giraldo del CINEP (Centro de
Investigación y Educación Popular), que desafiando los peligros, supo escuchar
el dolor de las víctimas ante la sordera de las instancias judiciales y del
gobierno. Gracias a la gestión del CINEP el caso de los “Doce Apóstoles” fue
puesto en conocimiento del premio nobel de paz, Adolfo Pérez Esquivel, y un
equipo de juristas argentinos, que no aflojarán en su empeño humanitario de
recurrir a la justicia universal, a los tribunales internacionales, para
evitar, tal como lo lograron en el caso argentino, que crímenes de lesa
humanidad pasen de agache, protegidos por la impunidad. Tienen en su poder los
valiosos testimonios del Mayor de la policía, Juan Carlos Meneses e importantes
pruebas fotográficas y de audio, en las que el coronel de la policía, Pedro
Manuel Benavides, involucra a los Uribe en la campaña criminal de los “Doce
Apóstoles”.
El libro de Olga Behar revive la memoria
de una matanza de lesa humanidad que no debe ser olvidada, y es al mismo tiempo
un testimonio escrito con tinta indeleble, que no dejará de señalar con el dedo
acusador a los Uribe, Álvaro y Santiago.
Colombia, más que ningún país, requiere
con urgencia la solidaridad internacional para vencer la impunidad que arropa
los terribles crímenes del paramilitarismo de Estado contra una población civil
indefensa. Por tanto muerto, tantas viudas, tantos huérfanos, por el despojo y
el desplazamiento, deben ser castigados los autores intelectuales de la
hecatombe humanitaria que ha herido a Colombia. Políticos como Uribe, generales
del ejército, empresarios, ganaderos, capos narco-paramilitares, banqueros
lavadores de dinero de los narcos, el gobierno mismo, responsables de estos
crímenes contra la humanidad, deben ser conducidos a los tribunales.
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