viernes, 3 de agosto de 2012

La tierra en Colombia: los verdaderos autores del despojo (2-4)


Por Jesús Santrich, integrante del Estado Mayor Central de las FARC-EP.
Marzo 14 de 2012.


AUDIO: https://www.box.com/s/c68dcc35c70751044c7d



¿Quiénes instituyeron el régimen excluyente de la propiedad de la tierra que impera en Colombia, el cual es causa fundamental del conflicto social, político, armado que nos desangra?

Está por demás diagnosticada la concentración extrema de la tierra en pocas manos de latifundistas a costa del bienestar de millones de campesinos lanzados a la miseria durante décadas como consecuencia del despojo realizado a sangre y fuego por las élites en el poder.

Se trata de un latifundismo improductivo, que se sostiene como base de poder tanto en manos de la plutocracia tradicional, como de los sectores llegados a estas esferas por la vía del narcotráfico y otros negocios propios de la actual lumpenización de la burguesía transnacional parasitaria, que ahora no solamente combina negocios legales e ilegales que van desde la compra-venta a término de petróleo, hasta el tráfico de drogas, sino que juega sus apuestas también en el campo especulativo del mercado de la propiedad rural, donde según estudios de 2009 presentados por la SAC, para el caso colombiano, una hectárea de tierra valía cuatro veces más que en países de extensión más pequeña como Ecuador, Uruguay o Paraguay.

La sub-productividad de la tierra también es evidente si atendemos al Informe de Desarrollo Humano de la ONU, del mismo año 2009, en el que se registra que aunque se considera que 21.5 millones de hectáreas de tierra en todo el país son aptas para la agricultura, sólo se dedican al cultivo 4.9 millones de hectáreas. Entre tanto, a la ganadería extensiva se dedican 39.2 millones de hectáreas; casi el doble de lo que se requeriría, implicando que, según FEDEGAN el hato existente de 22.5 millones de bovinos, resultaba como tener un promedio de dos hectáreas de tierra por res, con el agravante de que las mejores tierras han sido sembradas de pastos destinados a sostener esos hatos.

Pero como en una sinrazón, no son los latifundistas que tienen mejores condiciones para la producción, sino los pequeños propietarios de la tierra y los aparceros quienes históricamente han abastecido alrededor del 60 % de los alimentos que se consumen en Colombia, y hasta surtieron el mercado externo de café mientras este fue producto principal en la generación de divisas.
Pero preguntemos, ya que ese es el tema de Juan Manuel: ¿quiénes son los despojadores?, ¿quiénes son los responsables de que se hubiese acentuado la sub-productividad descrita?: ¿No fueron acaso aquellos que desbocaron la neo-liberalización de la economía con la famosa apertura económica de los años 90? El señor Cesar Gaviria debe recordarlo bien, lo mismo que toda la oligarquía que secundó el modelo que debilitó enormemente la agroindustria al empujar a la ruina a millones de agricultores, sobre todo minifundistas. Como resultado más evidente de ese descalabro está que entre 1991 y 2005 el valor de las importaciones agrícolas creció 424%, mientras las exportaciones solo aumentaron un 66%.

Entonces, con el auspicio de la plutocracia meliflua de la que hace parte tanto César Gaviria como Juan Manuel Santos, es que se ha fortalecido más y más el latifundio, desatando una guerra sucia que desde hace medio siglo o más contó con grupos paramilitares como los terribles “pájaros”, que fueron creados como parte de la “santa alianza” de la aristocracia del llamado Frente Nacional y que más recientemente los dueños del poder posicionaron como AUC y otras denominaciones propias de su autocracia gansteril, en las que confluían junto a los jefes de los carteles de las drogas.

Con esta estrategia de vieja data, remozada desde los noventa y desbocada en la última década fue que los oligarcas pro-gringos se apropiaron violentamente de la tierra de casi cinco millones de campesinos a lo largo de los últimos veinte años.

Con exactitud nadie sabe cuánta tierra despojaron, pero ningún estudioso serio del problema baja la cifra de al menos 6 millones de hectáreas, generando un desplazamiento infame que ha lesionado a todo el tejido social, el cual aún no cesa.

He ahí la “Revolución Agraria” que ha venido haciendo “sin lucha de clases y sin fusiles” el señor Juan Manuel; es una verdadera contra-reforma que ha derivado en que el llamado índice de Gini referido a la concentración de la tierra en Colombia pasara en la última década de 0.8 a 0.9 % según datos del Banco Mundial citados por diversos estudiosos del tema.

Así se está reconfigurando en el campo colombiano la nueva espacialidad de una economía desnacionalizada, así lo están estructurando las medidas de desposesión que engordan el latifundio y el desarrollo de una ruralidad “moderna” sin campesinos, que ha ido desplazando los cultivos tradicionales en la producción agraria por monocultivos regionales a manera de mega-proyectos y plantaciones que tienen el propósito de la generación de agro-combustibles, tal como ocurre en otras latitudes del mundo destinadas para el mismo fin según la planificación voraz del imperialismo, ocasionando impactos sociales y ecológicos devastadores. Como consecuencia, millares de personas sufren el desplazamiento forzado de sus lugares de hábitat, sólo porque en ellos se ha decidido que deben enclavar los monocultivos. Millones de seres humanos desmejoran sus vidas a extremos de indigencia mientras las transnacionales acrecientan sus ganancias: cinco millones de personas en Brasil, cuatro en Colombia, cinco más en Indonesia…; gentes que no tienen recursos para comer, mientras millones de toneladas de alimentos son destinadas para la generación de los agro-combustibles y una cantidad inconmensurable de hectáreas de tierra, con la fuerza de las armas y la represión, se destina para hacer cultivos que tienen el mismo propósito: alimentar vehículos y no los estómagos hambrientos de los pueblos.

Quienes han agenciado la expansión de la palma aceitera en Colombia, por ejemplo, son responsables directos de actividades paramilitares con las que se ha forzado a sus pobladores a abandonar las tierras para convertirlas en plantaciones.

Pero el despojo no ha sido en medio de la mansedumbre. La gente resiste y lo seguirá haciendo aunque la criminalicen y la tilden de terrorista, pues hoy se trata de seguir una lucha por transformaciones agrarias que no implican la sola titulación y redistribución de la tierra despojada. Una lucha por la reposesión de tierras en cuanto ‘redistribución’ y ‘distribución’ a favor de quienes fueron objeto de desposesión o nunca han tenido acceso a la tierra es muy válida y podría comportar un arreglo institucional de restitución real o de titulación para luego condicionar su uso, tal como ahora se está imponiendo en Colombia; pero el caso es que la lucha de hoy implica una lucha contra la desposesión y una lucha por la reposesión, al lado de una lucha decidida por impedir que se ferien las tierras públicas, por su no privatización. No se trata, entonces, de sólo repartir los latifundios sino de enfrentar la “contrarreforma agraria” que bajo el neoliberalismo global sostiene una oleada de privatizaciones y re-privatizaciones que para el caso colombiano apunta al favorecimiento a las transnacionales, ya sea entregando la propiedad o dando todas las gabelas para su arrendamiento y superexplotación.

Deberemos defender la tierra que está en manos de los campesinos, deberemos luchar por la restitución a los desposeídos y en el mismo momento luchar contra los nuevos procesos de privatización que el modelo santista prepara, para no terminar pronto ni mucho después debatiendo sólo sobre asuntos insubstanciales, como que si el arrendamiento deberá ser por tal o cual cantidad de tiempo , sobre si los procesos de explotación deberán hacerse mediante contratos para los pequeños o medianos campesinos o bajo el control directo de las plantaciones por parte de las transnacionales, o sobre cómo y hasta donde deberán ser los derechos de dominio. Lo esencial es que luchemos por el control real y pleno que las pobrerías del campo deben tener sobre la tierra, más allá de las formalidades de la titulación, o de lo que recen los cuerpos normativos inventados por las oligarquías vende-patria que gobiernan nuestro país. Deberemos definir el poder ciudadano sobre la tierra y el territorio, que es lo mismo que decir el poder ciudadano sobre la patria. No podemos permitir que el Estado siga detentando el poder que le permite definir normas abusivas, considerando además que este es un asunto que toca con derechos esenciales de la humanidad como el de la alimentación, del cual depende la existencia misma de una sociedad. El Estado no puede seguir definiendo de manera inconsulta, respecto a las comunidades, directrices simplistas sobre el uso y propiedad de la tierra, en forma tal que no se tome en cuenta la realidad respecto al tipo de relaciones sociales entre sus habitantes.

Fortalecimiento del latifundio, prioridad de los mercados externos, desnacionalización de la tierra y la producción, lesión a la soberanía alimentaria, deterioro ambiental ocasionado con la destrucción indiscriminada del medio que se genera con la ampliación de la frontera agrícola como con la utilización de transgénicos, fungicidas y agroquímicos; precarización laboral, especulación financiera…, son factores característicos de la estructura agraria en Colombia, la cual desde 1990 hasta hoy, dentro de este marco, ha sufrido una fuerte concentración de la propiedad. Según lo habíamos indicado en artículo anterior, los estudios de IGAC-CORPOICA de 2002, indican que las fincas con más de 500 hectáreas controlan el 61% de la superficie predial y pertenecen al 0.4% de los propietarios, lo cual se agravó a finales de la década, presentándose entre 2000 y 2009, y en especial a partir de 2005, una concentración mayor, particularmente en el 56.6% de los municipios.

Los mismos estudios de IGAC-CORPOICA indican que de 14 millones de hectáreas aptas para la agricultura, solamente se están utilizando algo más de 4 millones; en contraste, se han dedicado 39 millones a pastos, para un hato de no más de 25 millones de cabezas, generándose una enorme pérdida del potencial productivo, mayor empobrecimiento de los pobladores del campo, su desplazamiento empujado ya no solamente por la violencia institucional y paramilitar, sino por problemas específicamente económicos. Como complemento, el establecimiento de cultivos perennes ha potenciado la inserción del campo colombiano en el mercado global del capital ficticio, en el que con la titularización de los predios la tierra se convierte en un bien que se compra y se vende según la renta que produce; y, como en las otras formas del capital ficticio, lo que se compra y se vende es el derecho a un ingreso futuro.

Entonces, con todo esto que es solamente un asomo del problema, nos preguntamos ¿de qué “revolución agraria” está hablando Juan Manuel Santos?, ¿qué quiere decir cuando imputa a la insurgencia el despojo que las oligarquías han hecho?, o es que ¿acaso fue el comandante Manuel Marulanda quien suscribió el pacto de Chicoral de 1972? No hay que olvidar la historia: fueron dirigentes políticos y gremiales, liberales y conservadores, con el gobierno de Misael Pastrana quienes se reunieron en aquel balneario tolimense para congelar la posibilidad de una reforma agraria democrática, y proteger con ello “sus” grandes propiedades, las que acumularon despojando a los campesinos. Fueron ellos, los antecesores del despojo que hoy representan y profundizan las nuevas generaciones de la oligarquía; fueron ellos los que inventaron la “renta presuntiva” y la eternización de la aparcería feudal, colocando todo tipo de talanqueras para que los campesinos no tuvieran sino el acceso limitado a los baldíos fuera de la frontera agraria que se reservaron para sí.

Ahora, de peor manera que en el Pacto de Chicoral, los herederos de estas ratas van por el resto. Se plantean, por ejemplo, alcanzar dentro de 7 años 2.1 millones de hectáreas de palma. ¿Estaba Alfonso Cano dirigiendo Planeación Nacional cuando se decidió esta locura o cuando se pensó en reorientar los cultivos de caña de azúcar para producción de etanol? Hasta donde se sabe, de las más de 190 mil hectáreas sembradas de caña de azúcar que se dedicarán a la producción de etanol, el consorcio Ardila Lule controla al menos el 60 % de la producción del carburante. Por ningún lado se conoce que el Estado Mayor Central de las FARC tenga acciones en ese calabazo de cucarachas. Y, ¿quién decidió que se alcanzaría la siembra de un millón de hectáreas de éste cultivo en el mismo 2019, fue acaso Timoleón Jiménez?

Definitivamente, al lado de la voracidad minero-energética, los artífices de los agro-negocios, de los cuales Juan Manuel Santos es sirviente fiel, son los nuevos sujetos activos de la desposesión, del despojo, de la acumulación depredadora que hoy confronta a los colombianos. Esos son los mismos que se robaron los dineros de Agro Ingreso Seguro y los que agenciaron la ilegalización de la panela de trapiche para despojar a los campesinos y favorecer los grandes ingenios azucareros. Así ocurre también con los barequeros del oro, a quienes están criminalizando para quitarles el trabajo y entregar las minas a las trasnacionales.

Así es el asunto, más o menos, con la locomotora de la Agricultura. Así van las intenciones con el tema de la Restitución de Tierras. Lo esencial es el marco legal para que se desenvuelvan los agro-negocios, con una preocupación central que es la resistencia popular e insurgente a sus maléficas intenciones, amenaza cierta para sus ganancias.

Al despojo descarado es a lo que se oponen las FARC y no a la posibilidad de una Reforma Agraria Real.








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