sábado, 25 de mayo de 2013

“Las líneas centrales del pensamiento del Comisionado”, escriben las FARC



Con semejantes concepciones de sometimiento en la cabeza, resultan hasta risibles las inquietantes y a la vez alentadoras expresiones del doctor Jaramillo.

Bajo el título de Transición en Colombia ante el proceso de paz y la justicia, el diario El Tiempo publicó el 13 de mayo el texto de la conferencia dictada por el Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, en la Universidad Externado de Colombia. Las precisiones en torno a lo que significan para el gobierno nacional la paz y el proceso encaminado a conseguirla, resultan sumamente oportunas a estas alturas de las conversaciones de La Habana.

Y no porque en las FARC no se tuviera una idea clara acerca de las concepciones e intenciones con las que el gobierno de Juan Manuel Santos asume la búsqueda de la solución dialogada al conflicto, después de todo, nuestros voceros llevan casi año y medio librando un talentoso pulso con ellas. Sino porque ahora, al exteriorizarlas para el gran público, es el propio Alto Comisionado quien se encarga de revelar la posición arrogante con la que el gobierno acude a la Mesa.

Y que por sí sola explica la lentitud con la que se avanza en la concreción de acuerdos satisfactorios. No obstante el hecho singularmente significativo de haber reconocido la existencia del conflicto armado en Colombia, al cual se añade además una aproximación al reconocimiento de que la guerra hunde sus raíces de modo profundo en viejas condiciones económico sociales que deben ser revisadas, no se observa en su exposición una consecuencia proporcional con estos asertos. Ni mucho menos la actitud asumida por el gobierno se parece a ellos.

De un lado, la existencia del conflicto implica reconocer en el adversario un opositor político con el que las cosas han llegado a un grado de contradicción extrema, a la que precisamente se busca poner fin con las conversaciones. El gobierno no ha dejado de considerar en ningún momento a las FARC como una organización criminal a la que debe exterminarse de manera implacable, por lo que se ha negado a siquiera considerar la posibilidad de un alto al fuego con ellas.

Los altos mandos militares y policiales, así como el ministerio de defensa, jamás han cesado de imputar a las FARC los más perversos crímenes, amén de calificarlas permanentemente con los más despreciables adjetivos. Mientras, por otra parte, desde el mismo comienzo del proceso y en todas las declaraciones públicas, los distintos voceros oficiales se han encargado de precisar que de lo que se trata es de desmovilizar las FARC para que se sumen a la ejecución de las políticas previamente determinadas por el gobierno, las que además están fuera de toda discusión.

Cuando el Comisionado habla de poner en primera fila a las víctimas pues la garantía de sus derechos es la base del proceso, está muy lejos de admitir que se trata de las víctimas del conflicto. Salta a la vista su concepción abiertamente dirigida a responsabilizar a las FARC por los más grandes y terribles crímenes realizados durante los 49 años de guerra transcurridos desde Marquetalia, al tiempo que desaparecer cualquier rastro de responsabilidad imputable al Estado y la clase política dirigente liberal conservadora que desataron y alimentaron semejante infierno.

Su ley de víctimas y de restitución de tierras es en sí misma reveladora de la añeja táctica estatal de encubrir con nombres llamativos y justicieros sus reales intenciones de beneficiar terceros. En un país santanderista como el nuestro, ninguna importancia tiene que se cuenten por decenas los dirigentes de los reclamantes de tierra asesinados. Ni que el proceso en sí, esté realmente dirigido a clarificar la propiedad de la tierra, en beneficio exclusivo de los grandes inversionistas en proyectos agroindustriales. Está probado que la profusión de títulos de propiedad se corresponde con antiguos planes de adjudicación de baldíos a colonos que los tienen en su poder hace años, aunque se quiera hacer aparecer que se trata de tierras restituidas a los desplazados forzados.

Utilizar a los marginados y humillados para garantizar grandes ganancias a los poderosos es una práctica habitual. Para citar solo otro caso muy del día, recordemos cómo la Corte Constitucional echó abajo el nuevo código minero con el noble argumento de que no se habían cumplido debidamente las consultas previas con las comunidades negras e indígenas afectadas. Con ello entraba en vigencia el viejo y permisivo código anterior, favorable por completo a las multinacionales. La rigurosa pulcritud de la Corte fijó un término de dos años para aliviar el entuerto, plazo que el gobierno dejó vencer con pretextos baladíes sin presentar ningún proyecto.

Todos quedaron bien, y ahora la locomotora minera puede arrollar tranquilamente esas mismas comunidades y esa biodiversidad, en cuya celosa defensa obraron esmeradamente los distintos poderes del Estado. Algo semejante, pero en el plano de los grandes proyectos de agrocombustibles, es lo que se presenta con la ley de víctimas. El concierto del poder cuenta con la parafernalia suficiente en espectáculos y medios para crear la ilusión de que se están haciendo grandes cosas por los más pobres, sin importar que, como siempre, sigan siendo acribillados.

La burocracia encargada del asunto promete a los campesinos reclamantes que el trámite de sus restituciones será mucho más ágil si afirman que fue la guerrilla quien los sacó de sus áreas, con lo que de paso crecen el número de víctimas de la guerrilla y las razones para abominarlas públicamente. De hecho, funcionarios importantes como el Superintendente de Notariado y Registro, el ministro de agricultura y hasta el Presidente de la República han aprovechado con habilidad la ocasión para envilecer con tales argumentos a sus interlocutores en el proceso de paz en curso.

Lo cual devela el verdadero sentido del discurso gubernamental de paz: preparar de antemano las circunstancias con las que se aplastará a la insurgencia en la Mesa, al mismo tiempo que se cumplen esfuerzos desmedidos por aplastarla fuera de ella.

Si se quiere conseguir la paz por las vías civilizadas, usando el camino del diálogo, debería dejarse a la discusión en la Mesa la posibilidad de concertar las fórmulas apropiadas para la reconciliación. Pero el gobierno prefiere hacer aprobar marcos legales previamente, a objeto de imponer en la Mesa, con la invocación de la sujeción a la ley o a la premura legislativa, sus exclusivos enfoques en torno a la justicia. A lo que añade una agitación mediática permanente en torno a la obligación que tenemos las FARC de responder por nuestros presuntos crímenes del único modo como según él lo admiten las legislaciones interna y externa. Así se advierte la realidad de la llamada justicia transicional.

Pero lo más interesante en el doctor Jaramillo es el desarrollo de lo que él califica como transición o tercera fase del proceso de paz. El escenario es descrito como la ausencia del conflicto y del problema de las armas, ya resueltos con base en las imposiciones aceptadas por las FARC en la segunda fase.Y consiste en el período, que puede corresponder a una década, durante el cual van a producirse las que el Comisionado denomina transformación y reconstrucción. O en palabras del expositor: “la paz consiste en quitar las armas del camino para poder transformar unos territorios y reconstruir el pacto social en las regiones”. Desde luego no deja insertarse la advertencia, un tanto disimulada entre el texto, de que todo eso se habrá de realizar “dentro de la actual organización político administrativa del Estado, que no está en discusión”. Las negrillas son nuestras.

Para que no se diga que por nuestra parte se rebuscan y editan textos al amaño para modificar la intención expresada por el expositor, tomemos partes directas de sus tesis: “La idea de la transición es también una idea normativa: se transita hacia el cumplimiento, el restablecimiento, o el fortalecimiento de un orden o de unas reglas de juego”, de donde se desprende con toda claridad que lo que el gobierno busca con el proceso es apuntalar el régimen y el orden vigente, antes que producir debates o reformas al mismo.

Por si quedaran dudas, agreguemos la idea de justicia que maneja el gobierno, claramente expuesta por el doctor Jaramillo: “…el conjunto de principios y reglas fundamentales que guían y limitan el comportamiento de la política y la sociedad”, o sea que para el gobierno del doctor Santos, y así lo asume en el actual proceso, la justicia no consiste en otra cosa que en el régimen constitucional y legal vigente. En esa concepción, propender por la búsqueda de la justicia en una mesa de conversaciones, equivale a quitar del camino todo cuanto afecta el orden jurídico establecido, excluyendo de antemano la posibilidad de transformarlo de algún modo.

Así las cosas, la voluntad expresada inicialmente de abordar el tema del desarrollo agrario mediante una transformación profunda del sector rural que rompa el círculo vicioso de violencia en el campo, lo cual admite la posibilidad de poner freno a los desafueros del latifundio, es esclarecida y precisada en los siguientes términos: “todo lo que hay que hacer en los territorios para restablecer y proteger los derechos de propiedad sobre la tierra”. Palabras más, palabras menos, que antes que intentar afectar de alguna manera el latifundio, el objetivo real apunta a garantizarles la intangibilidad de su derecho a los grandes propietarios de la tierra. Ya hicimos el comentario acerca de la restitución de tierras decretada en el año 2011.

La misma idea de reafirmación incondicional del régimen aparece expresada cuando se descarta de plano la posibilidad de siquiera admitir la discusión sobre una Asamblea Nacional Constituyente como mecanismo para la refrendación de los acuerdos conseguidos. Una Constituyente tendría por objeto crear un nuevo ordenamiento jurídico para la nación, “…Que es lo contrario de lo que se trata este proceso: se trata más bien de transformar la realidad para poner el último eslabón de la Constitución del 91”. No se requiere ninguna otra notificación. El proceso de paz en curso está concebido únicamente para reafirmar y fortalecer las actuales instituciones. El Estado soy yo, afirmaba con vanidad Luis XV, con un poco más de franqueza que el Alto Comisionado.

Por eso se entiende con perfecta claridad el sentido de lo expresado anteriormente en la misma exposición, en el sentido de que la paz sería la garantía de que no volverá a haber guerra, lo que será conseguido de dos formas, a juicio del gobierno. “Una es ampliar el alcance y fortalecer la efectividad de las instituciones en el territorio… La otra es construir desde abajo, apoyados en la fuerza y la capacidad de organización de las comunidades”. No hay que llamarse a engaños, el gobierno nacional no se está refiriendo a la fuerza de las comunidades, como podría desprenderse de la redacción. Está claro que se trata del apoyo en la fuerza bruta del Estado.

Con semejantes concepciones de sometimiento en la cabeza, resultan hasta risibles las inquietantes y a la vez alentadoras expresiones del doctor Jaramillo: “Nada podría ser más importante para este país que pasar la página del conflicto, absolutamente nada”… “Lo que queremos es llegar lo más pronto posible a la firma del Acuerdo Final”… “la mejor opción que tenemos de encontrar un fin digno para todos; insisto, para todos, a esta guerra de 50 años”. Otro dijo con mayor sinceridad, ni las instituciones del Estado ni las relaciones de este con el mercado se encuentran en discusión.

Montañas de Colombia, 23 de mayo de 2013.





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