Con semejantes concepciones de sometimiento en la
cabeza, resultan hasta risibles las inquietantes y a la vez alentadoras
expresiones del doctor Jaramillo.
Bajo el título de Transición en Colombia ante el
proceso de paz y la justicia, el diario El Tiempo publicó el 13 de mayo el
texto de la conferencia dictada por el Alto Comisionado para la Paz, Sergio
Jaramillo, en la Universidad Externado de Colombia. Las precisiones en torno a
lo que significan para el gobierno nacional la paz y el proceso encaminado a
conseguirla, resultan sumamente oportunas a estas alturas de las conversaciones
de La Habana.
Y no porque en las FARC no se tuviera una idea
clara acerca de las concepciones e intenciones con las que el gobierno de Juan
Manuel Santos asume la búsqueda de la solución dialogada al conflicto, después
de todo, nuestros voceros llevan casi año y medio librando un talentoso pulso
con ellas. Sino porque ahora, al exteriorizarlas para el gran público, es el
propio Alto Comisionado quien se encarga de revelar la posición arrogante con
la que el gobierno acude a la Mesa.
Y que por sí sola explica la lentitud con la que se
avanza en la concreción de acuerdos satisfactorios. No obstante el hecho
singularmente significativo de haber reconocido la existencia del conflicto
armado en Colombia, al cual se añade además una aproximación al reconocimiento
de que la guerra hunde sus raíces de modo profundo en viejas condiciones
económico sociales que deben ser revisadas, no se observa en su exposición una
consecuencia proporcional con estos asertos. Ni mucho menos la actitud asumida
por el gobierno se parece a ellos.
De un lado, la existencia del conflicto implica
reconocer en el adversario un opositor político con el que las cosas han
llegado a un grado de contradicción extrema, a la que precisamente se busca
poner fin con las conversaciones. El gobierno no ha dejado de considerar en
ningún momento a las FARC como una organización criminal a la que debe
exterminarse de manera implacable, por lo que se ha negado a siquiera
considerar la posibilidad de un alto al fuego con ellas.
Los altos mandos militares y policiales, así como
el ministerio de defensa, jamás han cesado de imputar a las FARC los más
perversos crímenes, amén de calificarlas permanentemente con los más
despreciables adjetivos. Mientras, por otra parte, desde el mismo comienzo del
proceso y en todas las declaraciones públicas, los distintos voceros oficiales
se han encargado de precisar que de lo que se trata es de desmovilizar las FARC
para que se sumen a la ejecución de las políticas previamente determinadas por
el gobierno, las que además están fuera de toda discusión.
Cuando el Comisionado habla de poner en primera
fila a las víctimas pues la garantía de sus derechos es la base del proceso,
está muy lejos de admitir que se trata de las víctimas del conflicto. Salta a
la vista su concepción abiertamente dirigida a responsabilizar a las FARC por
los más grandes y terribles crímenes realizados durante los 49 años de guerra
transcurridos desde Marquetalia, al tiempo que desaparecer cualquier rastro de
responsabilidad imputable al Estado y la clase política dirigente liberal
conservadora que desataron y alimentaron semejante infierno.
Su ley de víctimas y de restitución de tierras es
en sí misma reveladora de la añeja táctica estatal de encubrir con nombres
llamativos y justicieros sus reales intenciones de beneficiar terceros. En un
país santanderista como el nuestro, ninguna importancia tiene que se cuenten
por decenas los dirigentes de los reclamantes de tierra asesinados. Ni que el
proceso en sí, esté realmente dirigido a clarificar la propiedad de la tierra,
en beneficio exclusivo de los grandes inversionistas en proyectos
agroindustriales. Está probado que la profusión de títulos de propiedad se
corresponde con antiguos planes de adjudicación de baldíos a colonos que los
tienen en su poder hace años, aunque se quiera hacer aparecer que se trata de
tierras restituidas a los desplazados forzados.
Utilizar a los marginados y humillados para
garantizar grandes ganancias a los poderosos es una práctica habitual. Para
citar solo otro caso muy del día, recordemos cómo la Corte Constitucional echó
abajo el nuevo código minero con el noble argumento de que no se habían
cumplido debidamente las consultas previas con las comunidades negras e
indígenas afectadas. Con ello entraba en vigencia el viejo y permisivo código
anterior, favorable por completo a las multinacionales. La rigurosa pulcritud
de la Corte fijó un término de dos años para aliviar el entuerto, plazo que el
gobierno dejó vencer con pretextos baladíes sin presentar ningún proyecto.
Todos quedaron bien, y ahora la locomotora minera
puede arrollar tranquilamente esas mismas comunidades y esa biodiversidad, en
cuya celosa defensa obraron esmeradamente los distintos poderes del Estado. Algo
semejante, pero en el plano de los grandes proyectos de agrocombustibles, es lo
que se presenta con la ley de víctimas. El concierto del poder cuenta con la
parafernalia suficiente en espectáculos y medios para crear la ilusión de que
se están haciendo grandes cosas por los más pobres, sin importar que, como
siempre, sigan siendo acribillados.
La burocracia encargada del asunto promete a los
campesinos reclamantes que el trámite de sus restituciones será mucho más ágil
si afirman que fue la guerrilla quien los sacó de sus áreas, con lo que de paso
crecen el número de víctimas de la guerrilla y las razones para abominarlas
públicamente. De hecho, funcionarios importantes como el Superintendente de
Notariado y Registro, el ministro de agricultura y hasta el Presidente de la
República han aprovechado con habilidad la ocasión para envilecer con tales
argumentos a sus interlocutores en el proceso de paz en curso.
Lo cual devela el verdadero sentido del discurso
gubernamental de paz: preparar de antemano las circunstancias con las que se
aplastará a la insurgencia en la Mesa, al mismo tiempo que se cumplen esfuerzos
desmedidos por aplastarla fuera de ella.
Si se quiere conseguir la paz por las vías
civilizadas, usando el camino del diálogo, debería dejarse a la discusión en la
Mesa la posibilidad de concertar las fórmulas apropiadas para la
reconciliación. Pero el gobierno prefiere hacer aprobar marcos legales
previamente, a objeto de imponer en la Mesa, con la invocación de la sujeción a
la ley o a la premura legislativa, sus exclusivos enfoques en torno a la
justicia. A lo que añade una agitación mediática permanente en torno a la
obligación que tenemos las FARC de responder por nuestros presuntos crímenes del
único modo como según él lo admiten las legislaciones interna y externa. Así se
advierte la realidad de la llamada justicia transicional.
Pero lo más interesante en el doctor Jaramillo es
el desarrollo de lo que él califica como transición o tercera fase del proceso
de paz. El escenario es descrito como la ausencia del conflicto y del problema
de las armas, ya resueltos con base en las imposiciones aceptadas por las FARC
en la segunda fase.Y consiste en el período, que puede corresponder a una
década, durante el cual van a producirse las que el Comisionado denomina
transformación y reconstrucción. O en palabras del expositor: “la paz consiste
en quitar las armas del camino para poder transformar unos territorios y
reconstruir el pacto social en las regiones”. Desde luego no deja insertarse la
advertencia, un tanto disimulada entre el texto, de que todo eso se habrá de
realizar “dentro de la actual
organización político administrativa del Estado, que no está en discusión”.
Las negrillas son nuestras.
Para que no se diga que por nuestra parte se
rebuscan y editan textos al amaño para modificar la intención expresada por el
expositor, tomemos partes directas de sus tesis: “La idea de la transición es
también una idea normativa: se transita hacia
el cumplimiento, el restablecimiento, o el fortalecimiento de un orden o de
unas reglas de juego”, de donde se desprende con toda claridad
que lo que el gobierno busca con el proceso es apuntalar el régimen y el orden
vigente, antes que producir debates o reformas al mismo.
Por si quedaran dudas, agreguemos la idea de
justicia que maneja el gobierno, claramente expuesta por el doctor Jaramillo: “…el conjunto de principios y reglas fundamentales
que guían y limitan el comportamiento de la política y la sociedad”,
o sea que para el gobierno del doctor Santos, y así lo asume en el actual
proceso, la justicia no consiste en otra cosa que en el régimen constitucional
y legal vigente. En esa concepción, propender por la búsqueda de la justicia en
una mesa de conversaciones, equivale a quitar del camino todo cuanto afecta el
orden jurídico establecido, excluyendo de antemano la posibilidad de
transformarlo de algún modo.
Así las cosas, la voluntad expresada inicialmente
de abordar el tema del desarrollo agrario mediante una transformación profunda
del sector rural que rompa el círculo vicioso de violencia en el campo, lo cual
admite la posibilidad de poner freno a los desafueros del latifundio, es
esclarecida y precisada en los siguientes términos: “todo lo que hay que hacer en los territorios para
restablecer y proteger los derechos de propiedad sobre la tierra”. Palabras
más, palabras menos, que antes que intentar afectar de alguna manera el
latifundio, el objetivo real apunta a garantizarles la intangibilidad de su
derecho a los grandes propietarios de la tierra. Ya hicimos el comentario
acerca de la restitución de tierras decretada en el año 2011.
La misma idea de reafirmación incondicional del
régimen aparece expresada cuando se descarta de plano la posibilidad de
siquiera admitir la discusión sobre una Asamblea Nacional Constituyente como
mecanismo para la refrendación de los acuerdos conseguidos. Una Constituyente
tendría por objeto crear un nuevo ordenamiento jurídico para la nación, “…Que es lo contrario de lo que se trata este
proceso: se trata más bien de transformar la realidad para poner el último
eslabón de la Constitución del 91”. No se requiere ninguna otra
notificación. El proceso de paz en curso está concebido únicamente para
reafirmar y fortalecer las actuales instituciones. El Estado soy yo, afirmaba
con vanidad Luis XV, con un poco más de franqueza que el Alto Comisionado.
Por eso se entiende con perfecta claridad el
sentido de lo expresado anteriormente en la misma exposición, en el sentido de
que la paz sería la garantía de que no volverá a haber guerra, lo que será
conseguido de dos formas, a juicio del gobierno. “Una es ampliar el alcance y fortalecer la
efectividad de las instituciones en el territorio… La otra es construir desde
abajo, apoyados en la fuerza y la capacidad de organización de las comunidades”.
No hay que llamarse a engaños, el gobierno nacional no se está
refiriendo a la fuerza de las comunidades, como podría desprenderse de la
redacción. Está claro que se trata del apoyo en la fuerza bruta del Estado.
Con semejantes concepciones de sometimiento en la
cabeza, resultan hasta risibles las inquietantes y a la vez alentadoras
expresiones del doctor Jaramillo: “Nada podría ser más importante para este
país que pasar la página del conflicto, absolutamente
nada”… “Lo que queremos es llegar lo más pronto posible a la firma del Acuerdo
Final”… “la mejor opción que tenemos de encontrar
un fin digno para todos; insisto, para todos, a esta guerra de 50
años”. Otro dijo con mayor sinceridad, ni las instituciones del Estado ni las
relaciones de este con el mercado se encuentran en discusión.
Montañas de Colombia, 23 de mayo de 2013.
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